La finitud de lo
infinito.
Una
hierba, una planta o un árbol crecen y tienen su posibilidad como
proyección de vida desde la raíz.
... Cuando
me llamaron entonces para comunicarme lo delicado de salud que estaba
papá, enmudecí y pude sentir el abismo de la impotencia abrirse
bajo mis pies, golpeando toda capacidad de equilibrio.
Inercia
de la vida. Los pensamientos de pronto gravitaron en un sin sentido
contrariando las agujas del reloj y adueñándose de toda geografía,
espacio y tiempo.
Mi
vivencia despertó abruptamente en la memoria desde aquél pequeño
bribón incapaz de sostenerse con sus propios pies y montado sobre
los altos hombros de su padre “hincha” para poder ver mejor el
clásico de los domingos desde la tribuna popular. Mis ensortijados
cabellos rubios vistos desde afuera por mí mismo correteando esa
pelota para ser pateada contra el alambrado mientras él, papá
“Director técnico” del Deportivo Español salteño entrenaba su
equipo, forzándolos a tener un buen estado físico, porque a su
entender los jugadores no sólo debían ser habilidosos y jugar bien,
sino que el estado físico de sus muchachos debía ser similar al de
un atleta…: - “¡Resistencia…, vamos
changos…! ¡Vamos…, fuerzaaa…! Que si no les ganamos por goles,
les ganamos por cansancio… ¡Vamos…! ¡Resistencia…!”
Y
entonces yo era él… dando órdenes…, yo era uno de ellos, el
favorito…, el mejor, el goleador… recibiendo sus órdenes… Mis
personajes mutaban conforme a la ambigua necesidad de sobresalir,
porque el protagonista debía ser yo… Como él.
Como
no recordar tanto, si era un inquieto y buscador incansable de lo
justo… Papá “árbitro”… Papá “dirigente gremial”
intransigente y por ello buscado, seguido y perseguido…, admirado…
Sufriente de sus impotencias por lograr lo necesario para los demás…
Los demás que lo sabían y lo buscaban… Amigos, compañeros,
parientes, compadres… Él…, el tío consejero…, el más
“churo”… (piola, bueno, en la lengua quechua)
Don
Ernesto… se estaba apagando. Con él se me apagaba parte de esa
raíz que azorado ante la noticia y petrificado con el tubo del
teléfono en la mano no podía coordinar un dos más dos… -“¡Para
qué de todos modos… si total…! Yo sabía que alguna vez pasaría…
Lo presuponía… Siempre temí el momento… Yo…”
Mis
alas por él alentadas… Los sugeridos cielos a surcar… Sus
consejos de siempre con las palabras precisas…. “No
creerse más que nadie ni menos que ninguno”...
Su siempre “estar” a pesar de la distancia. La resignación ante
los imposibles y la espalda dispuesta a soportar el peso de la
libertad. “Porque la libertad pesa y eso
nadie te lo enseña. Tiene el peso de tu propio ser sumado al del
respeto al ser de los demás. Ahí, a un paso de distancia de uno
mismo… está el otro…, tan importante como vos mismo.”
Y
cómo detener el final de un ciclo cuando la suerte está echada.
Recuerdo
que las dos horas de vuelo que me distanciaban de Salta después de
la inevitable noticia se convirtieron en un inacabable desfile de
pensamientos que intentaban de modo alguno desviar un destino ya
señalado. El viaje para ese doloroso último encuentro
respiraciones mediante y enfrentar la mirada de sus claros ojos que
una vez más intentaban descifrar un por qué… que callaban pero lo
decían todo.
Rito
íntegro de una última enseñanza.
Ahí
estaba el tiempo una vez más haciendo nido en la inmensidad de lo
efímero.
Hay
cosas que son muy difíciles de digerir y comprender por el sólo
hecho de pertenecer a la generación de una sociedad que
culturalmente optó por mirar de reojo a la muerte y no aceptarla
como parte de la existencia misma endosándole su decisión a Dios.
Esa resistencia al aprendizaje necesario y cotidiano de lo infinito y
la trascendente magnitud de un segundo de vida, como la toma de
conciencia sobre la finitud de los años…, desperdiciados a veces
con la queja permanente de la disconformidad. Mezquindades de una
ambición ciega respecto a esos simples valores. La vida es la vida…
y aquí se estaba expresando en una de sus formas. La última del Ser
material.
El
íntimo misterio del último aprendizaje.
Tarde…,
casi siempre reaccionamos tarde…
Pero…,
una hierba, una planta y un árbol crecen desde sus raíces…
A
decir verdad estoy más que conforme con mis raíces y lo sublime de
sus imperfecciones.
Es
tarea propia el poder con este tallo y su savia.
Puedo
sorprenderme en los defectos de mi padre interpretados por mí y
corregirme no sin antes sonreírme cómplice con la ternura que
inspira detectarlos.
Me
proyecto inevitablemente.
¿Sucederá
lo mismo con mis hijos?
Sobrevuelan
sobre este verde campo de paz las aves ocasionales que musicalizan
con su canto el silencio absoluto de una ausencia física de los
seres amados.
Este
largo corredor central se hace interminable. Portando los blancos y
rojos gladiolos con algunas ramitas de flores silvestres lilas en mi
mano transito la inevitable senda hacia el sitio donde papá descansa
no sin dejarme de insistir…:
-“¡Vamos…,
fuerza chango, resistencia…!”
del libro "Por este rumbo"
Daniel Daher
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