jueves, 17 de marzo de 2011

Ahí...

La casa estaba ahí. Tanto había cambiado y nada a la vez. La observé entre atónito y nostálgico. Los años habían transcurrido y ese espacio que fue mío por tanto tiempo ya no me pertenecía y sí... Es que, de repente un desfile desordenado de imágenes y vivencias se adueñaron de todos mis pensamientos y no cabía entre ellos reflexión alguna. Era yo de múltiples edades yendo y viniendo, saltando de la infancia a la adolescencia y viceversa.
La calle sí estaba igual. La secciones rectangulares de cemento nos delimitaban la cancha de tenis o ping pong. Un par de piedras y algunos abrigos arrojados bajo ellas señalizaban los postes del arco para un improvisado picadito de fútbol. 


El gringo “Pollo”, tal como lo llamábamos, fabricante de baldosas, parado en la puerta de su casa nos gastaba con sus bromas y rebautizaba con motes ocurrentes. Así me convertí en “Lana”. Mientras Don Vélez, el papá de Regi y Rongo, reparaba su vieja chata de 1920. 
Allí, en el perímetro de menos de media cuadra, todo era posible. Salvo a la hora de la siesta, cuando doña Aída, intentando conciliar su sueño y harta de que nuestra impertinencia nada colaborara en ello arremetía enfurecida y por sobre su portón de alambres nos arrojara los primeros cascotes de ladrillos que encontrara a mano.
Otras veces, la gallega, Doña Bella, tal como la llamábamos salía y nos susurraba una súplica distinta. Entonces el partido terminaba. Ella era extranjera, una mujer grande y hermosa a la vez. Allí todos claudicábamos. Poseía a pesar de su edad una figura cautivante. Casi milagrosa y excitante para ojos púberes. Es más. Creo que más de un adulto, léase nuestros padres, desorbitaba de alguna manera sus ojos, cuando la española lucía sus apretados pantalones color tierra y a veces a cuadros que calcaban sus curvas y combinaban más que bien con sus claras remeras que a casi seis décadas le permitían lucir una geografía mamaria que para nada pasaba desapercibida. Y es que además, ella, Doña Bella, de acento castizo seducía con su mirada y al solamente exhalar un saludo. Era mucho más joven que Él, el Dr. Siles. Juntos llegaron de Bolivia escapando de no sé qué asonada o revuelta política. Yo era muy chico, tendría 9 o 10 años. Papá solamente comentó como al pasar que el Doctor era muy querido e importante en su país y tuvo que emigrar por esas miserias de la vida. Fue precisamente papá, quien años después se hizo cargo de los trámites para repatriar sus restos, cuando el Doctor decidió no volver a despertar. Ella, Doña Bella, quiso seguir viviendo allí, en su casa pegada a la nuestra. Sola. Se sentaba en el umbral de la puerta con Pepito en el hombro, su loro. Allí permanecía por horas con la mirada curiosa y extraviada a la vez. Su silencio desnudaba historias. Su sonrisa ya era otra. Una mueca.
Miré nuevamente mi casa, aunque distinta. Estaba allí. Cambiaron su fachada como la noche al día. Pero la mía estaba allí. La veía. Sus paredes pintadas a la cal con un toque de tono durazno. Su salpiqué en cemento verdoso grisáceo. Las tejas como viseras sobre la ventana, puerta y portón de cuatro hojas en tono de gris. Grabadas en mis retinas hasta las baldosas de la vereda. Estaban allí. Fuera del alcance visual de todos y tan a la vista mía. Las voces. Los aromas. La brisa. Todo late aún allí.
Es que en definitiva uno no se adapta al barrio. El barrio anida en uno.
Podrán trocarnos cielo por tierra pero la infancia acuna en los espíritus y nada puede modificar ello.
Por eso la casa estaba ahí.
Dicen que la tiraron abajo y levantaron otra hermosa, moderna y de dos plantas.
Pero insisto… la vi.
Estaba ahí.

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